En las relaciones sociales se dice que padecemos el síndrome de
Solomon cuando tomamos decisiones o admitimos conductas para evitar
sobresalir, destacar o brillar en un entorno social determinado. Y
también cuando nos obstaculizamos para no salirnos del camino común por
el que va la mayoría. De forma inconsciente, muchos tenemos miedo de
llamar la atención en exceso por miedo a que nuestras virtudes y
nuestros logros ofendan a los otros.
El
síndrome de Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de ser humanos.
Por una parte, pone al descubierto nuestra falta de autoestima y de
confianza en nosotros mismos, creyendo que nuestro valor como personas
depende de lo mucho o lo poco que la gente nos valore. Y por otra,
verifica una verdad incómoda: seguimos formando parte de una sociedad en
la que se tiende a condenar el talento y el éxito que no son propios.
Aunque nadie hable de esto, está mal visto que nos vayan bien las cosas.
Y más ahora, en plena crisis económica, con la decadente situación que
padecen millones de personas.
Tras
estas conductas se esconde un virus tan escurridizo como perjudicial,
que no solo nos enferma, sino que frena el progreso de la sociedad: la envidia.
La Real Academia Española define esta emoción como “deseo de algo que
no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien
ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otras personas y
sacamos la conclusión de que tiene algo que nosotros deseamos. Es decir,
nos lleva a poner el núcleo en nuestros déficit, acentuando en lo que
pensamos de ellos. Así es como se crea el complejo de inferioridad; de
pronto sentimos que somos menos porque otros tienen más.
Bajo el
virus de la envidia no somos capaces de alegrarnos de las alegrías
ajenas. De forma casi inevitable, esta felicidad actúa como un espejo
donde vemos reflejadas nuestras propias penurias. Sin embargo, reconocer
nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso, que necesitamos
canalizar nuestra insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido
eso que envidiamos. Solo hace falta un poco de imaginación para hallar
motivos para criticar a alguien.